La finca. El lugar de descanso y recreación de mi familia que fue, durante años, el espacio donde celebramos y compartimos muchos grandes acontecimientos. Es donde pasé, varias veces, mis vacaciones escolares y aun más importante, donde mis primos y yo crecimos, mientras el resto de la familia disfrutaba de algunos de los mejores años de su vida adulta.
Era la finca de Luis Francisco Rincón Toben y su familia, nombrada así en memoria de su esposa, mi abuela materna, a quien no tuve la oportunidad de conocer, pues falleció un par de años antes de que yo naciera.
Ir a la finca era el plan de casi todos los fines de semana desde comienzos de los años noventa. Poco a poco, los más jóvenes nos fuimos llenando de obligaciones, responsabilidades y excusas, por lo que cada vez se hizo más difícil coordinar el paseo a Sasaima.
Recuerdo que el plan era salir de Bogotá los viernes en la tarde, después de que cada quien hubiera terminado de estudiar o trabajar. Teníamos una van Mitsubishi vinotinto en la que normalmente íbamos mi abuelo, mi mamá, mis tíos, mi tía y yo, quienes cuentan que yo hacía poner a sonar los Clásicos de la Provincia de Carlos Vives para cantar todo el camino.
El trayecto hacia la finca demoraba un poco más de una hora, y al llegar casi siempre ya era de noche, por lo que las actividades al aire libre tenían que esperar hasta el día siguiente. Siempre tocaba llegar a “organizar la casa” antes de jugar, algo que carecía por completo de lógica para un niño.
Muchas de las labores de limpieza y aseo estaban repartidas entre todos, aunque siempre hubo personas que nos ayudaron a cuidar la finca y con lo que necesitáramos. Sería injusto rememorar Villa Margosita sin al menos mencionar a María y Maximino, y posteriormente Javier y su familia.
Al escribir estas líneas, poco a poco se me vinieron a la mente muchas cosas en las que no había pensado por lo menos hace unos quince o veinte años. Por ejemplo que al llegar, lo primero era desempacar y tender las camas. Ponerle los forros a las espumas de los cojines de las sillas era mi tarea.
Yo tenía dos o tres años cuando mi familia compró la finca, más o menos por la época del mundial de Italia 90. Mis primos hoy en día aún me molestan con que yo me demoraba más de un partido de fútbol para terminar de comer. Tiene sentido, ya que en la finca tenía muchas distracciones y yo fui, por varios años, el más pequeño de la familia.
Al ser hijo único, pasar tiempo con mis tres primos mayores era lo que más me gustaba en el mundo. Todavía es de mis planes favoritos. Yo solo quería que los demás terminaran de comer para ir a jugar. Supongo que a esa edad tampoco había aprendido a disfrutar la comida tanto como ahora.
Al pensar en todo esto, pienso en el espacio donde estaba el comedor y el televisor, en el que era común ver las noticias, los partidos de fútbol y gran variedad de programas de los años noventa, incluyendo muchas series animadas, Sábados Felices y los shows del gran Jaime Garzón.
A veces se iba la señal y alguno de mis tíos se tenía que subir al techo a mover la antena mientras los demás le avisábamos si había mejoría. Casi siempre eso terminaba en recocha.
-“¿Ya?”
-“Ahí, ahí!”
-“Nooo, se fue otra vez.”
-“¿Y ahora?”
– “Ya, mejor. Pero toca que se quede ahí arriba, jajaja.”
Allí fuimos testigos del 5-0 de Colombia contra Argentina, los inicios de Juan Pablo Montoya en la fórmula Cart, alguna pelea de Mike Tyson y por lo menos una final de NBA de Michael Jordan y sus Bulls de Chicago. Recuerdo ahora también, que había un radio viejo que les gustaba prender para escuchar noticias o programas radiales populares de la época. Luego de comer en la noche, y mientras algunos veían televisión, los demás podíamos jugar en la casa o de vez en cuando bajar a dar una vuelta, pero no hasta tan tarde. Poco a poco todos se iban a dormir y no muy tarde todo quedaba a oscuras y casi en silencio.
La mañana del sábado significaba para mí un día entero de juegos. Mientras el desayuno estaba listo, o después, nos apresurábamos para entrar al salón de juegos que la familia planeó construir y que con el tiempo se hizo realidad, y donde había una mesa de ping-pong, un par de mesas cuadradas, dos hamacas y una barra color rojo con una amplia colección de cervezas detrás. Había varios juegos de mesa y juguetes mezclados con pilas de revistas noventeras, en su mayoría historietas de Condorito.
Después, si no había algún otro plan (como por ejemplo ir al pueblo de Sasaima a comer almojábana, mantecada, o una paleta Drácula) bajábamos a jugar fútbol, improvisando los arcos con palos de caña de bambú. Si el partido era más “serio”, se jugaba en las canchas de micro elaboradas por mis tíos con tubos de PVC. Años después éstas serían reemplazadas por canchas de micro de metal qué quizás aun hoy en día estén allá.
También era común bajar a recoger frutas de los diferentes árboles que se plantaron durante nuestro paso allá, y que crecieron, junto con mis primos y yo con el paso de los años, excepto algunos, de troncos gigantescos, que ya estaban ahí antes de que llegáramos. Esta actividad de rutina podía dar paso a una breve y repentina, pero siempre divertida guerra de guayabas, probablemente auspiciada por mi tío Rodolfo.
Luego de sudar y correr toda la mañana, y de un refrigerio que no siempre saciaba la sed de los jóvenes deportistas (galletas con yogurt, o mojicón de bocadillo con un minúsculo jugo “Piti”), era hora de entrar a la piscina hasta que nos llamaran para que uno a uno nos fuéramos a alistar para almorzar.
Aquí vale la pena recordar que teníamos prohibido volver a entrar a la piscina después de bañarnos con jabón y champú, pero que a mi tío Fernando le encantaba tirarse en clavado en la parte honda de la piscina con la cabeza llena de espuma, para luego emerger limpio e impecable al otro lado y subir las escaleras de piedra hacia la casa mientras se secaba con la toalla. “Niños, no hagan esto.”
Obviamente nuestras mamás (mi mamá, mi tía y Patricia, la madre de mis primos) se aseguraban de que tuviéramos protector solar, repelente para los mosquitos, etc., pero a pesar de todas las precauciones que tenían, no faltaron las caídas alrededor de la piscina y el subsecuente llanto del accidentado (casi siempre yo), o los muchísimos balones perdidos en la finca del vecino, luego de un remate probablemente inspirado por el Tino Asprilla que saldría desviado. Balones que luego tendríamos que ir a buscar, temiendo que algunos de los perros de al lado estuviera suelto.
En mi mente tengo el recuerdo de dos perros boxer sueltos, ladrando fuerte y corriendo hacia nosotros por el camino que teníamos que bajar para intentar rescatar el balón. Supongo que eso contribuyó a que cuando pequeño le tuviera miedo a los perros.
En algún punto del paseo, la familia entera se reunía a jugar el infaltable partido de voleibol sobre el pedazo de pasto en declive que había al lado de la piscina. Años después se jugaría sobre un rectángulo de cemento más abajo de la piscina, un proyecto de cancha de basket que nunca se terminó.
Estos partidos, lo que recuerdo, eran risas, música y clima fresco dentro de un ambiente familiar sano. Se jugaba con las reglas básicas y cada quien tenía su estilo característico: mi tío Uriel apretaba los dientes cuando iba a impactar la pelota, mi tía Sandra soltaba un grito agudo cuando corría para alcanzar a golpear la pelota antes de que ésta tocase el piso, o mi mamá trataba de elevar la pelota con el antebrazo, o el ala, como ella decía.
Los primeros años yo era muy pequeño para participar, pero entre más crecía, al igual que mis primos, tendría un papel más importante en los juegos. Poco a poco aprenderíamos también a ser competitivos al jugar, aunque no creo que haya sido un rasgo característico mío.
A medida que el tiempo pasaba y la familia se hacía mayor, en número y edad, la dinámica de los juegos también sería diferente. A mediados de los noventa por ejemplo, nos interesamos por el béisbol gracias a Édgar Rentería y los Marlins de la Florida. En el fútbol, siempre primó Santa Fe.
Fue en esa época que mis primos y yo desarrollamos una gran pasión por los deportes que hoy en día aún perdura, por lo que en la finca, además de todo tipo de utensilios de fútbol, también hubo guantes y bates de beisbol, patines, discos de hockey, raquetas de diferentes formas y tamaños, pistolas de dardos de espuma y hasta un balón de fútbol americano.
En alguna ocasión llevé mis palos de golf pero no fue la mejor idea, porque las bolas se iban lejos y se perdían. Recuerdo una cometa de Darth Vader que quedó arriba de un árbol y que perdí para siempre, razón por la cual hice berrinche una tarde de domingo, justo antes de regresar a Bogotá.
No podía faltar tampoco el clásico futbolero en el que siempre jugaban dos adultos y dos niños por equipo. De nuevo, al ser el más pequeño, era difícil para mí aportar a mi equipo o incluso pegarle con fuerza a la pelota de micro, pues me parecía muy dura y me dolía el pie. Yo prefería, en esos primeros años, las pelotas de plástico que no pegaban tan duro, pero que se pinchaban casi cada fin de semana.
Había también canchas de tejo, deporte en el que la destreza siempre la tenían los más mayores, especialmente mi abuelo. A él también le gustaba jugar al “tute” con una baraja de cartas española, junto con tres de sus hijos. Mi tío Germán observaba, mientras fumaba de su pipa de madera.
También jugábamos juegos de mesa, bingo o stop, y mientras los \”grandes\” preparaban algo de comer especial, según la festividad o época del año, o mientras se tomaban unas cervezas escuchando al Grupo Niche, mis primos y yo imaginábamos aventuras interestelares en naves espaciales que construíamos debajo de la mesa de ping-pong, o corríamos de un lado a otro con los juguetes de moda, como por ejemplo los camiones de Coca-Cola, los batimóviles de Batman (que eran el regalo de Navidad anhelado), o las espadas de las Tortugas Ninja que hacían burbujas de jabón.
Allí disfruté mis primeros videojuegos en una consola portátil que nunca fue muy popular en Colombia, pero que fue pionera en muchos aspectos: el Sega Game Gear. Cuando mis primos no iban a la finca, yo me podía sentar horas al lado de un tomacorriente para que no se me descargara.
Para la época de vacaciones largas o Semana Santa, mi tía y Patricia nos llevaban a la finca para pasar allí varios días, y el fin de semana llegaban todos los demás. Los esperábamos en el corredor que daba al camino que pasa en frente de la finca, paralelo a las vías del tren, para que apenas los viéramos a lo lejos, saliéramos corriendo a abrir la reja roja y que pudieran entrar y parquear los carros.
Allí afuera se pasaban tardes enteras. Nos emocionaba ver el tren pasar para contar los vagones, o nos sentábamos en el piso a jugar cualquier cosa, o tal vez a inspeccionar insectos. También era el lugar donde se celebraba año nuevo, pues desde ahí podíamos ver los fuegos artificiales, que con precaución manipulaban los adultos, incluyendo el “año viejo”, mientras los niños agitábamos chispitas mariposa en el aire. Los aviones y los volcanes de pólvora eran mis preferidos. Era otra época.
Recuerdo la emoción de abrir los regalos de Navidad, así como el tedio que nos producía asistir a actividades religiosas, especialmente en Semana Santa. Hubo varias reuniones familiares grandes, en las que en ocasiones había una temática específica, como la fiesta de disfraces de personajes de cuentos o programas infantiles, o una que fue ambientada en los años 60.
Creería que todos nuestros familiares nos acompañaron al menos una vez a la finca y hasta el día de hoy, muchos de los recuerdos que yo tengo con varios de ellos fueron en Sasaima. Poco a poco, la familia se hizo más grande y cada vez era menos frecuente que yo fuera el menor del paseo. Incluso mis dos primos menores Juan y Marga, hoy mayores de 20, junto con Stellita, su madre, alcanzaron a disfrutar un poco de todo esto, o han escuchado las anécdotas de Sasaima en más de una ocasión.
Recuerdo que los primeros años había, además de perros y gatos, pollos, palomas, gallinas, conejos y hasta curíes. Nunca se me va a olvidar, que en ese espacio donde luego se construyó el salón de juegos, vi cómo descabezaban una gallina para luego dejarla desangrar y cocinarla. Creo que algunos conejos también fueron parte del almuerzo del domingo.
Una pareja de San Bernardos fueron las mascotas más queridas por todos, y cuando tuvieron ocho perritos fue un suceso. Imposible no sentir amor y ternura por esos cachorros, que luego se dieron en adopción. Cuando murieron Pirata y la “Reco”, me regalaron un labrador dorado, que con el tiempo se volvió la mascota de los cuidanderos, porque ya no íbamos tan seguido. Cuando recuerdo a ese perrito me pesa no haber sido mejor dueño.
Mi familia se inclina más por los gatos y hubo varios criollos, muy consentidos, especialmente por mi tía. Era triste cuando se perdían o los encontrábamos muertos, pero en general dejaron muy gratos recuerdos. Martina, Natasha, Mayuyis, son algunos de los nombres que recuerdo.
En una época también había una tortuga, a la que en una ocasión le pintaron el caparazón de rojo para impresionarnos, porque estábamos obsesionados con las tortugas ninja. Eso seguramente estaría mal visto hoy en día, pero era otra época.
Con el paso del tiempo y el recrudecimiento del conflicto armado colombiano, dejamos de ir tan seguido y eventualmente era una novedad que alguno fuera hasta allá, pues los demás queríamos saber cómo estaba la finca. Yo todavía no tenía la edad para irme por mi cuenta con mis amigos, porque seguramente lo hubiera hecho. Finalmente, la finca se vendió un par de años después de que murió mi abuelo, hace unos quince años.
Si hoy en día fuera a la finca, seguramente el plan sería muy distinto. No madrugaría al pueblo para asistir a misa los domingos, ni me preocuparía por limpiar los pisos o hacer aseo tan seguido. Pero siempre recuerdo con muchísimo aprecio y cariño esa etapa de mi vida. El valor sentimental que tiene el contexto de la finca de Sasaima para mí es gigante, incalculable.
Estoy seguro además que la disciplina y el orden de mi familia fue lo que les permitió construir en ese lugar, una infinita cantidad de vivencias, historias y experiencias que nunca olvidaré, como por ejemplo el sonido que siempre nos despertaba los domingos por la mañana. Unos pasos lentos, arrastrando las pantuflas “tzz, tzz, tzz.” Era mi abuelo, quien este mes cumpliría cien años de edad. ¡Gracias por tanto, Papacho!